Lo llaman la «playa», pero el hueco de arenas blancas y aguas negras en medio de la selva amazónica de Colombia es una mina ilegal, fuente de financiación creciente de grupos armados irregulares y con efectos nefastos para el pulmón del planeta.
Al igual que las «playas», las «dragas», plataformas con tuberías que bombean arena y oro de los ríos, proliferan en la reserva natural de Puinawai, una de las mayores áreas protegidas de Colombia, en el aislado departamento de Guainía.
Con un habitante cada dos km2, una presencia ínfima del Estado e incalculables riquezas minerales, Guainía, encajonado en la frontera con Venezuela y Brasil e irrigado por el Amazonas, es muy atractivo para la minería, aunque en 2012 fue declarado espacio libre de esta actividad.
El impacto «más grave» para el entorno de esta minería descontrolada «es la deforestación, porque desencadena una espiral de degradación», dice a la AFP el ingeniero forestal Juan Francisco García, al explicar el ingreso de maquinaria pesada en caso de hallarse oro por métodos artesanales.
El resultado: llanos desiertos que salpican la selva más diversa del mundo. En Colombia, 140.000 hectáreas de bosques fueron talados en 2014, la mitad en la Amazonia.
Lo remoto del lugar, sin carreteras, impide evaluar cabalmente el daño.»Desde 2010, no hemos podido hacer un mapa del impacto de la minería ilegal en la Amazonia por la falta de acceso al terreno», se lamenta Andrés Llanos, de la ONG conservacionista Gaia Amazonas.
Las autoridades atribuyen la explotación del subsuelo de esta región a la principal guerrilla del país, las Farc, que están en negociaciones con el gobierno desde 2012 para poner fin a medio siglo de conflicto armado.
Pero, según la Fiscalía, es un negocio creciente para «todos los grupos armados ilegales» que operan en Colombia: desde otras guerrillas a bandas criminales de origen paramilitar.
La minería legal representó 2,3% del PIB en 2012, unos 8.500 millones de dólares, pero más de la mitad de los sitios explotados en el país son ilegales, según datos oficiales.
«La minería ilegal da más beneficios que la cocaína», afirma el coronel Jorge Rojas, quien coordinó una operación del Ejército contra la extracción ilegal de oro en Guainía, que dejó 24 detenidos a finales de noviembre.
La falta de trazabilidad del oro en Colombia facilita, además, su venta en el mercado negro.
«Para transportar oro en un avión, con una factura de compra y venta se puede legalizar el transporte y no pasa absolutamente nada», explica Danny Julián Quintana, director del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía, quien también calificó de «muy rentable» esta actividad.
Un gramo de oro cuesta unos 27 dólares en esa zona y 10% de la explotación acaba en las arcas de las Farc, afirma el coronel Rojas. Un kilo de cocaína, principal ingreso de los grupos armados ilegales, vale unos 965 dólares y es más difícil de comercializar.
«La erradicación de cultivos ilícitos hizo que se dinamizaran otras fuentes de financiamiento» de estos grupos al margen de la ley, apunta García, especializado en la sustitución de plantaciones de coca en Colombia, primer productor mundial de esta mata, principal insumo de la cocaína.
En el Escudo Guayanés en el noreste de Sudamérica, una de las formaciones geológicas más antiguas del mundo, además de oro hay yacimientos de coltán, un material de alto valor para la industria tecnológica que, según los expertos, dinamiza la minería ilegal.
«Hay un mercado internacional gigante para el coltán, de Silicon Valley a Brasil», explica Rodrigo Botero, colaborador en el libro «Las rutas del oro ilegal», que aborda este fenómeno en Colombia, Perú, Brasil, Ecuador y Bolivia.
La minería ilegal a gran escala comenzó hace unos cinco años. Antes, las perforaciones irregulares se hacían de forma artesanal.
En la Amazonia colombiana, casi la mitad del territorio nacional, donde proliferan estas explotaciones, las instituciones estatales son prácticamente inexistentes.
«Podemos desmantelar, pero cuando sienten la ausencia del Estado, vuelven al mismo sitio», asegura Quintana.
Ante el vacío administrativo, los pobladores se ven a menudo forzados «por la necesidad» a trabajar para estas estructuras criminales.
«Las alternativas aquí son salar pescado, sacar bejuco (planta trepadora) o pescar bagre», dice César, de 39 años.
Este líder comunitario de Zancudo, un pueblo de unas 270 personas cercano a «la draga», llegó con familiares de uno de los detenidos a sacar de allí todo lo rescatable -desde ropa hasta comida-, pero prefiere no dar más detalles de su vida por miedo a represalias de los dueños de la plataforma.
«Saben muy bien para quién trabajan», afirma Quintana.
Los mineros ganan unos 500 dólares mensuales, un salario elevado para la zona, agrega. Pero el precio para su salud también es muy alto: pasan hasta 24 horas bajo el agua con pausas de 15 minutos en un segmento del río donde, afirman los lugareños, «no hay ni pescado» por la contaminación de mercurio que ellos mismos provocan con la extracción de oro.
«Las condiciones son como en los tiempos de la cauchería. Es pura esclavitud», dice Botero.
DC|EE