Lenta, pero segura, la economía privada formal cierra definitivamente sus puertas al empleo. Incapaz el Estado de una absorción tan grande de la demanda, la buhonería de supervivencia reemplaza a la de los contrabanditas que nos hicieron su paraíso particular.
En cualquier callejuela, calle y avenida de caseríos, pueblos y ciudades del país, fuere o no en el transporte público que despunta asombrosas habilidades, la desesperación coloca un pequeño tarantín. Venta de agua fría de dudosa procedencia, envasada entre apuros, junto a postres mínimos de reñido azucarado, empanadas pinceladas de un guiso desabrido, jugos e infusiones que preferirían servirlos entre ambas manos, compiten por el reducido bolsillo ajeno.
Así como los “establecimientos” más organizados que venden perros-calientes y hamburguesas, con el punto bancario a la mano, no saben del debido control sanitario, tampoco los que sobrevienen a nuestro paso. No existe la intención, ni la capacidad para que el Estado chequeé y garantice que el consumo callejero esté libre de bacterias, como tampoco ocurre ya con los supervivientes restaurantes, excepto el pretexto tributario que los obliga a la carga parafiscal de la matraca.
Entonces, la hambruna generalizada y el desempleo galopante dicen autorizar la “vista gorda” gorda del Estado. Se dirá, un vasito reciclado de turbio café alivia un poco más la injusticia social, aunque la atención médico-asistencial sea la otra calamidad que lo agrava.
Muchísimos de los oferentes, ganados para la impensable marginalidad, provienen del proletariado que alguna vez lo fue, incluyendo al obrero calificado, al técnico o profesional que, cuesta abajo en su rodada, le urge sobrevivir. La inaplazable necesidad de comer, pone en solfa al vendedor y al comprador en el reino de las bacterias.
DC / Luis Barragán / Diputado AN / @LuisBarraganJ