Filipinas es el único país asiático con mayoría cristiana y también allí se vive con devoción e intensidad la Semana Santa que ya se acerca. Aunque tal vez con excesiva intensidad a juzgar por las brutales imágenes que año tras año podemos ver en las noticias y que convierten la Semana Santa filipina en la más sangrienta de cuantas se celebran en el mundo.
Crucifixiones reales, interminables flagelaciones y otros sacrificios similares son los protagonistas de la celebración de la semana de pasión en la localidad de San Pedro de Cutud, al norte de Manila. No es el único lugar del país donde se llevan a cabo estas prácticas, aunque sí el más famoso.
Por muy horribles que nos parezcan estos ritos en occidente, hay que entender que para quienes los celebran se trata de actos de devoción a los que se prestan libremente y totalmente entregados. En San Pedro de Cutud son elegidas diez personas entre cientos de candidatos. Las diez, emulando el suplicio de Jesucristo, serán azotadas y crucificadas el Viernes Santo. Las heridas que recibirán son tremendas e incluso pueden poner en peligro su vida, pero para ellos no existe mayor honor.
Jaleados por el público, los fustigados tratan de evitar los gestos de dolor mientras reciben los azotes. Las fustas se empapan de agua a fin de que la sangre se coagule en sus espaldas mientras el suelo se tiñe del rojo de la sangre. Dantesco, sin duda. La crucifixión dura unos diez minutos (prolongarla más allá podría ser mortal) tras los cuales los mártires son desenclavados y atendidos por los servicios médicos. Un espectáculo espeluznante poco indicado para corazones sensibles.
No resulta difícil imaginar la polémica que cada año rodea estos rituales. Mucha gente en Filipinas, incluidos muchos cristianos, los considera brutales y piensa que deben ser prohibidos, mientras que los más fieles los defienden a capa y espada. El Vaticano ha expresado en más de una ocasión su rechazo ante tales prácticas que, sin embargo, perviven y cuentan con muchos adeptos en el país.
DC|CV