Uno de los problemas más comunes en los gobiernos es el de la corrupción que además tiene miles de formas de ejecutarse, algunas tan sutiles que ni lo parecen. La cosa tiene larga data y la trajeron los españoles en su proceso colonial y posiblemente estos la aprendieron de los astutos moros que, a su vez, ya lo habrían aprendido en esa poli crómica nube del pasado humano.
De manera que se trata de algo común y que todos hemos hecho, aunque esté disfrazado con bonitos velos. El funcionario público que accede a la petición de su amorosa abuela para emplear al hijo de fulana que está “pasando trabajo” es un buen ejemplo, pues a pesar de todos los corazones que salen en este relato, el funcionario no debe emplear a un tipo desconocido, sin entrevista y que además no se necesita. Y aunque llore la abuela no se deben mal usar los dineros públicos.
No es fácil, puesto que nuestra herencia de hidalgos caballeros nos empuja a “desfacer entuertos” y con ello sentimos importantes, siempre y cuando los dineros vengan de otra parte.
La corrupción no sucede por falta de controles o leyes o procedimientos, sucede por la sabia razón que repetía nuestro recordado Manuel Caballero “La corrupción sucede porque es muy sabrosa” y, en efecto, quien de nosotros despreciaría tener un buen carro sin esfuerzo o un bonito apartamento o algunos dólares por si acaso.
En nuestro criterio la única manera de disminuir la corrupción es a través del mismo individuo cuando toma la decisión personalísima de no hacerlo. En esencia, solo el comportamiento moral es la llave de control del problema. Los procedimientos y el miedo ayudan, pero son insuficientes.
Al salir de este régimen quedará una administración pública y un ciudadano común acostumbrados a la corrupción como cotidianidad. El pago de sobornos, comisiones y arreglos de todo tipo sucede masivamente y las desviaciones de leyes que hacen los ciudadanos para sobrevivir se encuentran a montón. Imposible será eliminarlos y habrá que entenderlos como una realidad existencial para muchos.
Un plan de recuperación económica ayudará a resolver una parte, emplear funcionarios honestos en altos cargos contribuirá mucho y es entonces donde un plan educativo puede intervenir. No se trata de volver a las clases de aula. Los medios de comunicación son suficientes para ir resaltando la imagen del hombre decente y honrado como algo que queremos ser y, simultáneamente, crear el rechazo a la trampa y al aprovechamiento del poder. Tal vez luego, el combate a la corrupción puede ser materia dentro del proceso formativo de los niños y jóvenes.
Como muchas cosas de la vida, la creencia colectiva sobre el valor de ser honrado y su práctica es la real solución a este problema tan serio y lamentablemente tan extendido como costumbre en estos últimos años.
Si queremos ser una Nación buena y distinta es indispensable cultivar la honradez en la mente y en el hacer. Bien se ha dicho que “No solo hay que ser honrado, también hay que parecerlo”.
DC / Eugenio Montoro / montoroe@yahoo.es