Es lunes a la noche y Tokyo está por irse a dormir: es mentira que esta ciudad -la más grande del mundo- nunca se apaga, pero cuando todos cierran los ojos hay algunas aves nocturnas que los abren. Seigo Yuzuki, de ojos delineados y ambiciosos bajo dos cejas depiladas, es un ave nocturna y ahora mismo, en la mesa de un bar ruidoso, sirve más shochu y entretiene a dos clientas contándoles lo mucho que le gusta tomar y cómo hace para no sufrir la resaca. Se los cuenta de un modo interesante y entretenido. Su trabajo es conversar con mujeres.
– Si te despiertas borracho, hay tres opciones para hacer tu detox -les dice-. La primera es ducharte; la segunda es salir a correr para transpirar; y la tercera, ¡seguir tomando!
Las dos mujeres (una veinteñera que trabaja en una veterinaria y que mañana tiene el día libre, y una amiga que ella ha traído) se ríen de un modo entusiasta, aniñado y admirativo. Se nota que la veinteañera está embelesada con Yuzuki: una vez por semana ella viene a Kabukicho -la famosa zona roja de Tokyo- y paga alrededor de 20.000 yens (unos 175 dólares) para pasar una noche con su andrógino objeto de deseo, en la que no hay más que una buena y divertida conversación.
El mundo japonés del entretenimiento adulto, que desde los tiempos de las geishas ha evolucionado hasta el de los shows de strip-tease de robots, es complejo y estratificado. Lo que Yuzuki hace es trabajar de “host” y el bar en el que habla, y donde hay otros 25 hosts a los que las mujeres también les pagan por charlar un rato, se llama “host-club”. Este host-club en el que ahora Yuzuki conversa, Goldman Club, es parte de una corporación que administra otros 30 sitios iguales.
– Cuando estás realmente borracho, tomar otro shot es sanador -sigue Yuzuki, con la voz grave y una ceja levantada, y ellas se siguen riendo.
En Kabukicho, donde todos los pecados están permitidos, se paga bien por el arte de una buena conversación. No es extraño: la sociedad japonesa es ultra-productiva, el tiempo libre es escasísimo y el ocio es raro. Aquí está prohibido hablar por teléfono en el subte para no molestar a los demás y nunca se oye un bocinazo en las avenidas de doble mano. Por eso, un poco de comunicación humana es un placer por el que algunos están dispuestos a dar sus ahorros. ¿Cuánto puede cotizar, en un país en el que el silencio es un bien nacional, la aventura de salirte del rol que la sociedad te ha asignado y hablar de tonterías con extraños?
Los host-clubs japoneses (y su versión atendida por chicas: hostess-clubs) han indexado el precio de ese placer: cuando una clienta llega por primera vez, paga 3.000 yens (unos 26 dólares). Para la segunda vez, se le pide un poco menos: 1.700 yens. Aparte de eso, paga por el servicio, por la cita, por el host favorito, por la mesa y por al menos una consumición. Es una diversión para mujeres que tienen dinero y trabajan. No es barata.
La noche del lunes avanza entre tragos de shochu y parece que ha quedado lejos el momento en el que, como todos los días, Yuzuki se despertó en una habitación pequeña y desordenada que él ni siquiera eligió, porque es la que recibió como empleado del host-club, y que comparte con otro host. Eran las 10 de la mañana. Luego de hacer su detox (sí: con un trago más de shochu), Yuzuki se tiñó el pelo por las suyas y le dedicó un rato largo a sus diez clientas: el secreto de su trabajo es mantener vivo el fuego con llamados telefónicos, chats y regalos.
Yuzuki es un chico de provincia: llegó a Tokyo hace cinco años desde la prefectura de Kagoshima, en el extremo sur de Japón. Allí jugaba al fútbol tratando de imitar a Ronaldinho y tenía una novia de la que ahora sólo sabe que está a punto de recibirse de médica. Un amigo de Kagoshima, que trabajaba en la noche de Tokyo, le contó cómo era el negocio del host y le dijo que era como vivir de cita en cita, y Yuzuki, que entonces acababa de cumplir 20 años, quiso probarlo. Él mismo dice:
– Cuando estaba en el colegio era muy popular. Y como quería dinero, decidí usar mi belleza.
Luego de un año, intentó dar el salto creando una talent-agency pero fracasó y terminó administrando un pequeño restaurante, un izakaya de barrio. No era su camino: en poco tiempo se sintió perdido y se vio aburguesado. Extrañaba la vida nocturna. Volvió al host-club casi sin pensarlo, al recordar que había llegado a la gran capital dispuesto a hacerse rico con la única arma de su seducción.
“La clienta y el host viven una especie de romance idílico”, explica un rato después el manager del host-club, Ginga Yamada. “Se van de copas, salen a cenar. El host tiene que convertirse en un personaje y buscar que ella se enamore de él para que siga gastando dinero. No hay sexo porque las clientas ni siquiera quieren eso; ellas sólo quieren enamorarse de alguien inalcanzable. Es una relación como de fan e ídolo, pero más íntima”.
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