Los desfiles del carnaval de Rio de Janeiro ofrecen un despliegue de fantasía y de cuerpos esbeltos con atavíos de ensueños, pero los bastidores del «mayor espectáculo de la Tierra» se hallan en una calle mugrienta con cloacas a cielo abierto.
El contraste entre las luces del Sambódromo y sus inmediaciones parece encapsular las desorientadoras y a menudo dramáticas contradicciones de Brasil.
En la pasarela de 700 metros, con tribunas que dan acogida a 70.000 espectadores, desfilan las «escolas do samba» haciendo gala de una precisión castrense y de un desborde de imaginación que encandila los sentidos con sus colores, ritmos y danzas vitales y sensuales.
Cada escuela alinea a unos 3.500 figurantes que avanzan por la famosa pista en bloques, alternando con las carrozas alegóricas, cubiertos de lentejuelas y plumas y con los cuerpos untados con aceites que realzan todos los reflejos de la noche.
«En el Sambódromo, todo es sueño, pero aquí estamos en la realidad, que no es ningún sueño», afirma Georgina de Oliveira, una mucama de 62 años, que hace fila frente a uno de los fétidos baños químicos instalados en la avenida.
En la Presidente Vargas se alinean carrozas y figurantes y se ultiman maquillajes y vestuarios antes de la irrupción en la célebre pasarela.
La importante arteria está cubierta de graffitis. Un imponente edificio, que en una época fue un hospital universitario, se halla abandonado, aunque en su entrada conserva el letrero: «Al servicio de la comunidad».
La vía, que conecta la empobrecida zona norte al centro de Rio, se puebla durante el carnaval de colores y de ritmos que emanan alegría.
El domingo por la noche, en la atiborrada avenida uno podía toparse con guerreros africanos corriendo junto a participantes disfrazados de cuchillos y tenedores, a mujeres de largas piernas con diminutas tangas brillantes o a un enorme emperador romano consultando su teléfono celular.
El municipio evalúa en cerca de 1.000 millones de dólares el aporte del carnaval a la ciudad según cifras de 2017.
Poco y nada de esa suma se destinará a mejorar los bastidores del Sambódromo ni el sistema de cloacas de la zona.
Y los pobres buscan expedientes para sacar alguna tajada de ese intempestivo aflujo de público y dinero.
Jonathan Torres Ribeira, de 23 años, recoge para reventa latas de cerveza y gaseosas; en 24 horas puede ganar 500 reales (160 dólares), diez veces más que en un día normal.
Su principal dificultad es cargar su bolsa de latas en medio de una multitud disfrazada de dioses solares, de vegetales, de peces o de los más inverosímiles motivos.
«Es realmente difícil circular», afirma. En la otra orilla del canal, se aglomeran personas que observan, gratuitamente, el ingreso de las formaciones en el Sambódromo.
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Segundo Enfoque