El autobús con docenas de centroamericanos procedentes de la frontera con Texas se detuvo en plena noche a un costado de la terminal de Monterrey. Hombres y mujeres con niños en brazos o pequeños que se tambaleaban somnolientos a su lado, se miraban asustados y sin saber qué hacer.
Pensaron que llegarían a un albergue donde vivirían mientras buscaban trabajo y encontraban escuela para sus hijos. Sin embargo, estaban abandonados en esta ciudad industrial de más de cuatro millones de habitantes en el norte de México, en mitad de una calle en una zona llena de clubs y cabarets con carteles en busca de bailarinas.
En la última semana, The Associated Press presenció varias escenas similares en dos terminales de Monterrey donde fueron abandonados a su suerte al menos 450 centroamericanos, casi la mitad de ellos menores, que habían sido devueltos a México desde Laredo, Texas.
Desde enero, México ha recibido a unos 20.000 solicitantes de asilo en Estados Unidos para que esperen allí la resolución de su caso, pero no se conocían traslados de este tipo hasta este mes, cuando comenzaron las devoluciones por Tamaulipas, un violento estado del noreste mexicano al que el Departamento de Estado estadounidense recomienda no viajar debido a la presencia del crimen organizado.
Las autoridades migratorias no respondieron directamente a lo que presenciaron periodistas de la AP. Al solicitar comentarios al gobierno mexicano, el Instituto Nacional de Migración (INM) envió un mensaje de dos párrafos en el que señaló que colabora con las autoridades consulares y en los tres niveles de gobierno en el país para atender a los retornados, y trabaja para “mejorar las condiciones en las que las personas migrantes aguardan sus procesos en territorio nacional”.
La semana pasada, Maximiliano Reyes, subsecretario de Relaciones Exteriores, reconoció que los migrantes estaban siendo trasladados desde Nuevo Laredo y dijo que era por su seguridad, aunque no ofreció más detalles ni dio explicaciones sobre por qué eran abandonados a su suerte al llegar a Monterrey.
“Está claro que es muy importante sacar a la gente de las ciudades fronterizas que son muy peligrosas”, dijo a la AP Maureen Meyer, experta en migración de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés), un centro de estudios y promoción de los derechos humanos en la región. “Pero al meterlos en un autobús y llevarlos a otro lugar sin explicares qué les espera, sin tener nada preparado para recibirles y ayudarles, el gobierno mexicano les está exponiendo a mayores riesgos”.
Esta historia se basa en entrevistas en persona con más de una veintena de migrantes que hicieron el viaje de 220 kilómetros desde Nuevo Laredo a Monterrey la semana pasada.
A diferencia de otros solicitantes de asilo que se registraron en listas y esperan su turno en ciudades mexicanas fronterizas, estos centroamericanos trasladados a Monterrey habían llegado a Estados Unidos de forma irregular, cruzado el Río Bravo de forma ilegal, habían pasado varios días detenidos allí y fueron devueltos a territorio mexicano con una fecha de audiencia. Algunos comentaron que funcionarios estadounidenses les dijeron que las únicas dos opciones que tenían eran firmar el papel para solicitar asilo o quedarse en el centro de detención.
“No sé por qué me dieron este documento, si yo no pedí eso”, dijo Antonio Herrera, un policía hondureño que había solicitado la deportación voluntaria porque su hija de 7 años no se encontraba bien.
Javier Ochoa, un nicaragüense que viajaba con su hijo de 16 años, sí quería pedir asilo, porque volver a su país es muy peligroso para el adolescente, quien participó en las protestas antigubernamentales. Pero Ochoa no pudo explicar su caso: “No nos hicieron entrevista, solo firmar, ‘te guste o no’”.
El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos no respondió a una solicitud de comentarios, pero los migrantes entrevistados coincidieron en que los funcionarios estadounidenses les aseguraron que el gobierno mexicano les daría trabajo, escuelas para sus hijos y atención médica mientras esperaban la resolución de su caso.
El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, se comprometió a ofrecerles todo eso. Sin embargo, al llegar a Nuevo Laredo el escenario era muy distinto.
Los migrantes fueron recibidos en el cruce fronterizo por agentes mexicanos que les expidieron un documento con el que teóricamente podrían acceder a un trabajo y moverse por el país. Una vez finalizado el trámite y sin más explicaciones, los subieron a autobuses con logos de empresas que tienen contratos de transporte de extranjeros con el INM y fueron trasladados desde el estacionamiento de sus instalaciones hasta Monterrey.
Ninguno fue forzado a abordar los buses, pero no parecía haber otra alternativa, porque tampoco querían quedarse varados en una ciudad donde se han conocido múltiples casos de extorsión, secuestro y asesinato de migrantes a manos del crimen organizado. Uno de los más sonados ocurrió en 2010, cuando 72 migrantes fueron masacrados en la localidad de San Fernando.
Lo que nadie sospechaba entonces era que al llegar al estado de Nuevo León, vecino a Tamaulipas y cuya capital es Monterrey, se quedarían más desamparados de lo que ya estaban y en una ciudad desconocida donde los albergues para migrantes están desbordados.
Mientras unos pedían consejo a los conductores sobre dónde ir o cómo regresar a sus países, otros buscaban desesperadamente a alguien que les permitiera hacer una llamada a algún familiar para que les enviara dinero o a sus “coyotes” para intentar volver a cruzar.
“Nos han dejado aquí tirados para perdernos”, lamentó Jazmín Desir, que se acomodó en el suelo de la pequeña terminal con sus cuatro hijos. La estilista y su marido, mecánico, esperaban a que su familia les mandara dinero para regresar a Honduras, donde, según sus calcularon, les llevaría dos años pagar la deuda contraída con los traficantes.
Dos días después, con la llegada de más centroamericanos y tras recibir algo de dinero, varios migrantes propusieron al encargado de la empresa de transportes que les fletara un autobús hasta Tapachula, en la frontera mexicana con Guatemala. Desde ahí, cada uno continuaría su viaje a casa.
“Después de sufrir tanto, eso es lo que anhelamos”, dijo contento Neftalí Anael Cantillana, un maestro hondureño que viajaba con su hijo de 16 y que no podía creer que se alegrase por lo que podría considerarse una autodeportación al precio de 100 dólares por persona para un viaje de 1.700 kilómetros. Al menos otro grupo hizo lo mismo días antes, según Jorge Pérez, el conductor que les llevó hacia el sur.
El gobierno de López Obrador no mencionó a estos migrantes el lunes al hacer balance de los primeros 45 días de un acuerdo con Estados Unidos, un periodo en el que se han multiplicado las detenciones y deportaciones de extranjeros en territorio mexicano.
Según la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, el flujo de migrantes se redujo en un 36% y ambos países parecían satisfechos: el secretario de Estado, Mike Pompeo, elogió los esfuerzos mexicanos y el canciller, Marcelo Ebrard, insistió esta semana que México mantiene intacto su compromiso con los derechos humanos.
Sin embargo, los críticos aseguran que México se ha convertido en el patio trasero a donde Trump expulsa a migrantes a su antojo.
“Lo que quiere Estados Unidos es deshacerse de los centroamericanos de manera legal y lo hace dándoles esos documentos”, dijo Aarón Méndez, director del albergue Amar, en Nuevo Laredo.
Y al gobierno mexicano, según Luis Eduardo Zavala, director del albergue Casa Monarca de Monterrey y profesor visitante de la universidad de Yale, lo que le interesa es mostrar a Washington números que demuestren que cada vez se devuelve a más gente.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos denunció esta semana que las políticas puestas en marcha por los dos países son “contrarias” a los derechos de los migrantes reconocidos por la legislación internacional.
Mientras, las autoridades a otros niveles del gobierno mexicano miran para otro lado.
José Martín Carmona, responsable del Instituto Tamaulipeco para los Migrantes, reconoció que su estado se negó a recibir a más deportados porque no tienen ni espacio ni recursos, y dijo no saber que los centroamericanos era traslados y abandonados en Monterrey, aunque todo ocurría a menos de un kilómetro de sus oficinas y los medios locales informaron de ello. “En estos momentos tenemos comunicación cero con el INM”, argumentó.
Manuel González, secretario de Gobierno del vecino estado de Nuevo León, también negó saber algo del tema y aseguró que su estado garantizaba los derechos de los migrantes.
Horas antes, en la terminal de autobuses de Monterrey, la escena era otra. Un puñado de migrantes permanecían allí, entre ellos María del Carmen, una hondureña de 23 años que lloraba y temblaba sentada en el suelo con su bebé de 7 meses en brazos, sin dinero, sin teléfono y sin saber quién la podría ayudar. El resto se habían dispersado rápido por las calles de la ciudad. Se sentían engañados por todos, excepto por los traficantes, los únicos que habían cumplido su parte del trato: que pisarían suelo estadounidense.
Ante la llegada de cada vez más migrantes desde Estados Unidos _ que según las estimaciones de las autoridades de Nuevo Laredo serían unos 200 al día _ el gobierno federal estudia habilitar bodegas y terrenos para su atención en puntos fronterizos con poca población.
Además, se acordó que otra ciudad fronteriza de Tamaulipas, Matamoros, sea otro punto de retorno para los solicitantes de asilo.
Meyer, de la WOLA, aseguró que el hecho de sacar a estas personas de las ciudades fronterizas abre muchos interrogantes sobre cómo podrán acceder a abogados estadounidenses para que lleven sus casos o cómo garantizarles que podrán regresar a Nuevo Laredo para sus citas en septiembre u octubre.
Julio Hernández, un comerciante guatemalteco golpeado y amenazado en su país por no pagar una extorsión a pandilleros y que fue abandonado con su esposa y dos hijos en Monterrey en plena noche, consiguió trabajo ayudando en un puesto de comida. Sin embargo, cada día ve más difícil lograr el asilo. El miércoles decía estar planteándose mandar a su familia de regreso a casa.
“Está muy peligroso y no quiero arriesgarlos”, dijo. “Yo me quedaré acá luchando”.
AP