Impresiona que haya personas capaces de transitar la noche venezolana, por el consabido despliegue del hampa de todo pelaje. Huelga comentar que buena parte del país, está sumergido en la obscuridad recurrente devenida hábito, incluso, traumático para los niños.
La claridad es una promesa para la postergación de una emergencia médica, porque constituye un desventurado afán atender una repentina dolencia, aunque se cuente – aún parapetado – con automóvil propio. No obstante, lo más curioso es la existencia de un sector muy minoritario de la población que circula entre los peligros de la nocturnidad, apartando a los cuerpos policiales y militares que instalan sendas alcabalas, como si al genuino maleante le angustiara, acuertelándose – lo usual – con alguna prontitud.
Se dice de un malandraje que también se divierte a altas horas de la noche y, frecuentemente armado, se hace escuchar con la rauda, veloz y característica motocicleta, con destino a los pocos centros de diversión que existen. Empuñan los dólares necesarios y surcan confiadamente calles y avenidas, pues, al fin y al cabo, el oficio específico los ha entrenado para el horario vampiresco.
Por supuesto, todavía aparecen cornetas estridentes, estacionado el carro a las puertas de licorerias que, según inviertan lo razonable en protección, proveen a los consumidores que tienen la calle por una suerte de barra. Empero, la hiperinflación que sigue su galope, imposibilita la actividad (como la venta de hamburguesas, etc.), limitado el Narco-Estado para extender un artificial ámbito o ambiente de seguridad y confianza que tampoco le interesa.
Hay un toque de queda para todos los venezolanos, con amenazas de extenderse al horario vespertino. Apenas dispone de las mañanas para realizar las diligencias que corresponden, por lo general de obvia supervivencia, así que quedan las largas noches para los luzcan más osados, vedada toda actividad laboral por muy calculador que sea un taxista, por ejemplo.
Luis Barragan / @LuisBarraganL