Antes que Hipócrates hubiese establecido las bases de la ciencia médica, las epidemias eran consideradas como un efecto de la cólera divina, opinión apoyada en la interpretación de los Libros Sagrados y en textos profanos de la antigüedad escritos por Ovidio, Platón, Plutarco, Tito Livio, Plinio y otros. Pero Hipócrates afirmó que la peste se propiciaba en las estaciones cálidas y húmedas. En su Tercer Libro de las Epidemias afirma que el estado del aire y los cambios de estación engendran la peste.
El Mundo Antiguo se vio azotado por enfermedades que se extendieron velozmente con carácter epidémico o pandémico produciendo gran mortandad. Estas epidemias recibieron el nombre genérico de pestes. Aristóteles, no obstante, las atribuía a la influencia de los cuerpos celestes. Una de las plagas más devastadoras de las que asolaron el mundo griego fue la peste de Atenas en el año 428 a.C., documentada por Tucídides en su libro La Guerra del Peloponeso.
Como siempre ha sido costumbre echarle la culpa a otro de los males propios, se señala que la peste llegó en un barco procedente de Etiopía. Cosa curiosa, las enfermedades más letales del mundo viajan en barcos, aviones bicicletas, vehículos, motos y probablemente queden atrapadas en las fronteras, debido a los cierres decretados. En esos espacios compartirán experiencias con los desplazados que huyen de las dictaduras.
El libro de Tucídides contiene información muy detallada, de la cual entresacamos estas líneas: «en el principio del verano, los peloponesos y sus aliados invadieron el territorio de Ática. (…). Pocos días después, sobrevino a los atenienses una terrible epidemia, la cual atacó primero la ciudad y otros lugares con numerosas víctimas; los médicos nada podían hacer, pues de principio desconocían la naturaleza de la enfermedad y como eran los primeros en tener contacto con los pacientes, morían en penosas circunstancias.
»La ciencia humana se mostró incapaz; en vano se elevaban oraciones en los templos. Finalmente, todo fue renunciado ante la fuerza de la epidemia. Los pájaros y los animales carnívoros no tocaban los cadáveres a pesar de la infinidad de ellos que permanecían insepultos. Si alguno los tocaba caía muerto. Aparecieron miles de muertos sin conocer el nombre de la peste». Una de las víctimas de la epidemia fue el gran estadista ateniense, Pericles.
El imperio romano tampoco se libró de las pestes: Marco Aurelio fue víctima de la primera epidemia y en el siglo III a.C., a causa de este mal, en Roma llegaron a morir cerca de 5.000 personas diariamente. Se cree que el fracaso de Justiniano en restaurar la unidad imperial en el Mediterráneo se debió en gran parte al efecto de la plaga que disminuyó sensiblemente sus ejércitos. Del mismo modo las fuerzas romanas y persas perdieron su resistencia ante los ejércitos musulmanes en el año 637.
Otra de las víctimas de la peste conocida como “Antonina” fue el Emperador, Marco Aurelio. La pandemia también llamada peste del siglo III, oriunda de Egipto, se expandió con rapidez a Grecia e Italia, devastando el Imperio Romano. San Cipriano, obispo de Cartago, dejó la siguiente descripción de la dolencia: «se iniciaba por un fuerte dolor de vientre que agotaba las fuerzas. Los enfermos se quejaban de un insoportable calor interno. Luego se declaraba angina dolorosa; vómitos se acompañaban de dolores en las entrañas; los ojos inyectados de sangre. (…). Unos perdían la audición, y otros la vista. En Roma y en ciertas ciudades de Grecia, morían más de 5.000 personas cada día».
La peste negra le dio la bienvenida a Alfonso XI. La tragedia se propagó por toda Europa. Esta afección que había tenido su primer brote en 1347, era ya conocida en todo el mundo como la peste o muerte negra, debido a las manchas pardas y negras que aparecían a consecuencia de las hemorragias subcutáneas. En Montpellier, la mayoría de los médicos murió a causa de ella. Sin embargo, en los textos publicados se daban consejos útiles para combatirla. La experiencia con la plaga desencadenó discusiones acerca de la dispersión de las enfermedades. Frente a la teoría imperante hasta entonces de que la peste se transmitía por la descomposición de ciertas sustancias en el aire y en la materia, cada vez adquiría mayor número de partidarios la tesis de la transmisión por agentes patógenos específicos.
Las medidas preventivas y terapéuticas, como el empleo del fuego, el ahumado, la sangría o las dietas, demostraron ser ineficaces. Las ciudades intentaban protegerse con medidas de política sanitaria, como cuarentenas a los barcos, ya no en los puertos, sino mar adentro. A lo largo de la historia ha habido un sinnúmero de enfermedades que atacaron de forma masiva a la raza humana, y que, ante el desconocimiento de su origen y posible cura, produjeron reacciones de pánico similares a las ocasionadas por la Neumonía Asiática.
La médica estadounidense, Déborah Hayden, escribe en una de sus obras que el Treponema Pallidum acabo con la vida de Cristóbal Colón, Ludwing Van Beethoven, Franz Schubert, Charles Baudelair, Friedrich Nietzsche, Vincent Van Gogh, entre otros. Cada uno de ellos contrajo la enfermedad en sus cuitas sentimentales con consecuencias familiares. También, cada uno de ellos sintió admiración por el poema de Gerolamo Fracastoro, quien se inspiró en una historia de Ovidio en que aparece el nombre de la peste que les cegó la vida. Al emperador Constantino se lo llevó la lepra. También el navegante portugués Fernando de Magallanes corrió con la misma suerte.
En nuestros días el horizonte se está tiñendo de máscaras multicolores y algunos ciudadanos todavía se resisten a la utilización de este nuevo implemento de uso obligatorio para protegerse de la actual pandemia. El mundo mira con recelo hacia aquellas latitudes, desde donde se propagó rápidamente el misterioso virus. Los científicos se esfuerzan por descubrir la cura para esta epidemia de carácter global. Las listas de contagiados se actualizan cada vez más con mayor rapidez, mientras que tirios y troyanos se culpan mutuamente de ser los precursores de esta nueva peste. La han llamado coronavirus, pero su sombra se extiende alargada hasta los extremos más remotos del planeta. Los políticos ateos se preparan, sacan cuentas, se frotan las manos y por las opiniones que emiten, pareciera que consideran estar por encima del poder y la misericordia de Dios, nuestro señor.
Noel Álvarez / Noelalvarez10@gmail.com / @alvareznv