Para Reyes Blanc, aunque Nadia no se dejaba pisar por Stalin, él, de todas maneras, lo hacía. Sin embargo, Zhenya es la única mujer que le planta cara a Stalin en el sentido de que mantiene su personalidad y no se deja pasar por encima, no se deja pisar y Stalin tiene el cuidado de no pisarla. Zhenya se permite hacer críticas políticas que él admite y consiente. Zhenya se permite también recomendarle libros, llegar tarde a los actos organizados por él, romper la etiqueta; estas eran cosas que a otras personas les costaba la vida. Su relación se había iniciado en 1932 y, cuando en 1936 comenzó La Gran Purga, ésta alcanzó a Pavel pero no a ella. En cambio, relata Reyes Blanc, “sí la alcanza la represión que acontece después de la II Guerra Mundial, entre los años 1947 y 1948, cuando empieza la campaña contra el cosmopolitismo, es decir, la persecución antisemita.
Burdownski, hijo de Stalin, hace las siguientes consideraciones: “conocí muy bien a Ana Liduyeva y era muy parecida con Nadia. Hasta sus últimos días, siempre se preocupaba por agasajar y por estar pendiente de la gente. Podía levantar de la calle un borracho y pedir un taxi para que lo llevaran a su casa. Era una especie de altruismo. También era miembro de la asociación literaria y cuando nuestro gran poeta Boris Pasternak fue exilado por ese organismo, tras escribir Dr Zhivago, solo hubo un voto en contra, el de Ana. Eso habla de lo que son las personas”.
En los años previos a la II Guerra Mundial, los soviéticos habían construido un bunker a 17 kilómetros de Moscú. Allí tenía su despacho Stalin y, en ese lugar, tomó decisiones importantes para la historia del conflicto con los alemanes. Cuando Alemania invadió la URSS, en Junio de 1941, Stalin cayó nuevamente en los abismos de la depresión. Se retiró a su “dacha”, renunció a ejercer el mando y se aisló de la tremenda derrota de su país, esperando durante tres días que lo fuesen a ejecutar sus propios camaradas. En ese bunker permaneció tres semanas con sus generales sopesando qué hacer, si abandonar o no la capital. Allí, con el estuvo siempre la bella y leal Valeshka. Finalmente resolvió quedarse en Moscú y defenderla, decisión clave para conseguir el triunfo sobre Hitler. Cuenta la historia que Stalin escogió esa opción después de leer a Mijael Kutosov, militar mítico que había vencido a Napoleón en 1812. Al preguntarle a su amante Valeshka si tenía todo para irse, ella le contestó: “camarada Stalin, Moscú es nuestra madre, Moscú es nuestra ciudad, tenemos que defenderla”. El se llenó de emoción y energía y dijo “así se habla”… y se quedaron a defenderla.
Reyes Blanc describe a Valeshka como una criada que a los 28 años se la llevan a servir en la dacha. Es una chica campesina, sin educación, sin formación, nada más que con sus labores y con un físico atractivo. A Stalin le gustaba físicamente, pero, además, el va teniendo sus años y ella lo cuida. Stalin mostraba orgulloso el armario de la ropa blanca y decía “mira que bien ordenado lo tiene todo Valeshka”, y todos le contestaban diciendo “por supuesto que sí, la ropa está estupenda”. Cuando el georgiano murió el 5 de marzo de 1953, en su dacha de Kuntrevo, Valeshka se arrojó sobre su cadáver y empezó a chillar, a gritar y dar alaridos de pena y de dolor. Tenía todo el derecho de hacerlo y era verdad porque ella fue la última mujer de Stalin.
Probablemente la triste historia de Svetlana sea el mejor ejemplo de lo que significaba la convivencia con Stalin. En su conmovedor relato cuenta que, cuando tenía once años y ya estaba huérfana de madre, no entendía por qué iban desapareciendo uno tras otro todos sus queridísimos tíos y tías. Se preguntaba “¿Por qué va quedando vacía nuestra casa? ¿Adónde se habían metido todos?”. En aquel tiempo pegarse un tiro era bastante frecuente… uno tras otro se suicidaban numerosas personalidades del partido, “los hombres desaparecidos como sombra”. ¡Qué palabras tan tremendas! Ellas dibujan efectivamente esa aterradora intimidad que es una perfecta representación en lo domestico, del horror colectivo que puso Stalin n su país. Ese hombre que prometió construir un “paraíso en su tierra” y acabo construyendo un cruel infierno.
Luis Acosta