El diagnóstico de cáncer en Venezuela mata desde el primer día. El hallazgo de la enfermedad supone para los pacientes enfrentarse a la incertidumbre, la escasez de medicinas y el deterioro de un sistema de salud en el que la vida no es prioridad. Ante esto solo queda renacer.
Se renace en cada atisbo de esperanza. Frente al espejo, sin cabello, con la existencia despeinada. Es un acto de renacimiento el suspiro después de cada quimioterapia. También, el respiro de alivio cuando se consigue cupo en algún hospital para radioterapia.
Asumir cada paso en el camino a la recuperación como una resurrección no es exagerado. Cada 24 horas fallecen 5 mujeres como consecuencia de complicaciones atribuibles al cáncer de seno en Venezuela.
El registro, elaborado con información cedida por el Ministerio de Salud, corresponde a las estadísticas divulgadas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) hasta 2014.
Ese fue el último año en el que el Gobierno de Nicolás Maduro dio acceso a las cifras oficiales. A partir de entonces, el cáncer ha sido tan invisibilizado como desatendido.
Los pacientes oncológicos venezolanos son testimonio de una épica dolorosa, agónica, en abstracto. Héroes forzados de una lucha contra el Estado, invisible e incapaz de proveer fluidamente los suministros necesarios para una detección temprana.
Este, el paradigma que garantiza mayor grado de sobrevivencia, de acuerdo con las recomendaciones de la OMS y que en el país es un privilegio. Actualmente, los montos expresados en moneda extranjera ascienden a más de 5.000 dólares para completar el esquema tratamiento del grado más común de la enfermedad. La hiperinflación para muchos es otro tumor lacerante.
Por eso, cuando el florecimiento llega es un canto a la vida. A propósito del Día de la Concientización sobre el Cáncer de Mama, cuatro mujeres compartieron su historia de supervivencia con El Pitazo.
Todos, relatos hechos al transcurrir de los años. Conciliadas con el dolor y con la resiliencia como mejor defensa narran el cáncer en pasado.
En su testimonio se hallan pistas acerca de cómo es superar la primera causa de muerte oncológica entre las venezolanas.
Sus experiencias brindan una forma de inspiración para superar, contra todo pronóstico, el hallazgo letal de un tumor en un contexto político, económico y sanitario en el que la sanación es casi un hecho milagroso.
Martha Galindo tiene 36 años de edad y 27 meses de sobrevida acumulados. Ambos datos los cuenta aparte, aunque uno esté dentro del otro; la vida más allá del cáncer es un registro sin pasado. En presente cuenta el significado de superar un cáncer de mama HER2-positivo que afectó hasta sus ganglios linfáticos. Seis meses de quimioterapia, dos meses de radioterapia y una mastectomía radical, después el miedo ya no existe.
“Me veo en el espejo y no veo lo que me falta. No tengo cómo costear la operación para que me pongan un implante mamario. Mi vida es más que un seno. No pienso en nada, ni en lo que pasó ni en lo que podría pasar. Estar en remisión no significa haber vencido, sino que venzo todos los días.
El cáncer nunca se va, esas horas recibiendo quimioterapia. La angustia de mi mamá, porque eso me agarró tan joven. Todo lo que vendimos mi esposo y yo, los sueños. Todo quedó atrás, solo me queda la vida por delante. Esa es mi ganancia”.
Martha dice que la tumoración cedió a medida que ella le perdió el miedo. Al cáncer lo ve como una afrenta a sus ganas de vivir, a las que está aferrada ahora más que nunca. Se dice libre, no solo en remisión, sino dispuesta a ser mejor persona cada día.
La sanación le llegó no solo al cuerpo. Y su lección es ejemplo para el resto de las mujeres de su familia. Ella fue la primera en padecer cáncer en su casa. Este factor la obligó a ser más fuerte, enfatizó.
Para Sugei Arango ser madre había sido un anhelo esquivo. Desde que se casó en diciembre de 2012 había deseado tener un hijo. Niño, niña, pero que nazca sano, como reza la trillada frase atribuida a padres en espera de retoño.
Tres años bajo constantes sesiones de hormonas después y no había fruto. Contrario a lo esperado, en vez de un bebé, algo crecía en su seno derecho. Al principio, creyó que era un síntoma de embarazo, pero en solo semanas la desigualdad de crecimiento de sus mamas indicaba que el estado no era el deseado.
“Fui a mi chequeo con mi ginecóloga ilusionada porque yo creía que estaba embarazada. Desde que me recibió la doctora con su mirada ya me alertaba de algo malo. Me mandó a hacer varios exámenes y todavía no caía en cuenta.
Después de tantas idas al laboratorio por gusto, uno le pierde miedo a las agujas y hace amigos en las salas de espera. Y sí, era cáncer. Un carcinoma intraductal infiltrante en la mama derecha, decía mi expediente”, contó.
Un año después del despistaje, más de 60 sesiones de quimioterapia y una mastectomía mediante, estaba en remisión. La oscuridad de esos días son solo un recuerdo tardío, difuso. El cáncer le bajó el ritmo a su carrera por conseguir embarazarse. Ya eran suficientes obstáculos sorteados, pensaba.
Aunque el sueño no disipaba. Sin poder pagar nuevos tratamientos de fertilidad desistió de sus intentos, pero no de la intención. En julio de 2017 los días volvieron a ser nítidos. Nació su primera hija, la luz de la casa.
“El cáncer me dejó una hija. Y digo eso porque el cáncer me ayudó a redimensionar todo. Recuperé el amor por la vida. Los intentos de embarazo fueron frustrantes, tuve pérdidas.
Agradezco lo que me pasó como una lección de vida. Estaba obsesionada por traer una vida al mundo, pero no estaba preparada para vivir. Ese tumor, de repente, me hizo madurar. Nací de nuevo junto a mi hija. Ya no importa nada más”, celebró.
El viernes 14 de agosto de 2015 a Valeria Arbeláez, de entonces 45 años, le detectaron un carcinoma intraductal infiltrante en la mama izquierda. Ahí cerca de su corazón estaba la amenaza diaria contra su vida.
“El enemigo”, como lo llama, la mantuvo por un año cautiva del dolor. 24 punciones. Recordó con precisión milimétrica. Entre exámenes, confirmaciones y seguimientos a la evolución del tumor.
Cada aguijonazo se clavó en lo más íntimo de su hogar, en lo más recóndito de su pensamiento, en lo más profundo de su alma. Fue allí donde encontró la fuerza para reconstruirse.
“Me hicieron 24 punciones. Eso es lo que más recuerdo. Lo demás se lo dejé a Dios. Gracias a Dios me lo descubrieron temprano. De chiripa, como quien dice. Yo iba por un chequeo por un dolor en la axila.
Jamás pensé que fuera cáncer. Cuando el doctor me dijo, me sentí invadida. Era como un enemigo que no conocía. Un tumor de casi 2 centímetros. ¿Cómo algo tan chiquito puede ser tan destructivo? Me deprimí a mitad del tratamiento. Seguí por mis dos hijos. Vivo por ellos, la fuerza de mi alma”, expresó.
Hoy, a tres años de que se declarara en remisión, agradece cada dolor. Insistió en que cada pinchazo la hizo conocerse más. Una prueba de resistencia, de amor. Llevada al límite de rendirse le tocó seguir.
Sin ninguna esperanza médica, su espíritu se sobrepuso. Ahora es el sello viviente de la resiliencia en su hogar. Ya no hay lugar donde su enemigo pueda esconderse que ella pueda temer.
“Por el cáncer ahora solo veo hacia adelante. El peor tumor lo tenemos en el pensamiento, cuando nos rendimos. Está bien llorar y sentir que no se puede más, pero después hay que buscar la forma de volver a reír. El miedo debe estar como un aviso en el camino. Ciertamente, lo que uno enfrenta es muy fuerte, más en Venezuela con tanta escasez y desidia. Por eso hay que agarrarse de la fe, porque lo material ya es de por sí escaso”, reflexionó.
Versos para un intruso
“Cáncer de seno triple negativo”. ¡Hasta el nombre asusta! Arminda Bravo recibió la noticia de su padecimiento con mucha rabia.
Por años, gracias al seguro de Hospitalización, Cirugía y Maternidad del que gozaba como uno de los beneficios de ser parte de la nómina de la Universidad Simón Bolívar, en Caracas, sus chequeos eran una rutina semestral.
En 2014, el servicio fue suspendido debido a una deuda de larga data que el Estado se negó a pagar. Desde ese mismo año nunca más pudo acceder a la revisión médica. En 2018 llegó el cáncer.
“Fueron 80 sesiones de quimioterapia y una cirugía. Fue un tiempo terrible. Las últimas sesiones me tocaron justo durante los apagones de marzo de 2019.
Fue una lucha grande lograr que nos volvieran a atender, en el orden en que habíamos quedado, en el Hospital Domingo Luciani. Ya había superado lo peor, conseguir la cirugía, los medicamentos, el cupo en el hospital.
Estuve a punto de abandonar todo. Porque mi diagnóstico casi nadie lo supera. Cuando el dolor no es solo físico, se debe tomar más que medicinas, hay que buscar la paz para no rendirse”, confesó.
Frente a la opción de un tratamiento agresivo, una amiga le recomendó acudir a un psicólogo para sobrellevar las secuelas emocionales que, para el momento, habían ganado más espacio que el tumor.
En una de las sesiones surgió una idea que le sirvió de bálsamo: escribió un diario con su experiencia. Entre un ir y venir de dolor, la frustración y en la tormenta en la que por esos días se convirtió su mente, surgieron hasta versos con dedicatoria a la vida.
Poemas para sanar, para olvidar y perdonar. Un romance con la vida que se hace más palpable cuando hasta respirar duele. Así, como el diagnóstico que también da nombre a una de sus primeras estrofas.
El Pitazo