Está es la segunda entrega de mi proyecto de autobiografía. Como recordarán, en mi primer artículo, Nací en Inglaterra, les hablé sobre mi llegada al caserío del Batatillo, hecho ocurrido en agosto de 1963. A los pocos días de nuestro arribo, se presentó a casa, uno de mis hermanos mayores, Tomás. Llevaba tomada de la mano, una niñita. Recuerdo que me llamó la atención su cabello alborotado.
—Mamá, esta es una de mis hijas, su madre me la entregó para que la criara y yo no tengo como hacerlo, así que se la traigo para que usted me ayude —dijo mi hermano.
Esa niña, cuyo nombre es, Rafaela, se convirtió, en corto tiempo, en la hija que mi madre nunca tuvo y en la hermanita que nosotros tanto anhelábamos.
En sitios como el Batatillo, carente de fuentes de trabajo, la vida era muy dura, pero a la vez, tranquila y pintoresca. Nuestro hogar estaba conformado por mis padres, mi hermanita, mis dos hermanos intermedios y yo, que era el “toñeco”. En aquel tiempo campeaba la pobreza, la comida era escasa y con muy pocos nutrientes: caraotas revueltas con huevos caseros, aderezadas con un fuerte picante, cultivado y procesado por mi madre, todo esto acompañado con las célebres arepas trujillanas, manjar delgadito que suelta la conchita por ambas caras, ese era nuestro habitual menú.
Cruzan por mi mente algunos pasajes tristes pero inolvidables, por ejemplo, cuando a mi padre, después de pagar los gastos, le sobraban unos bolívares, compraba un kilo de carne, ese día y los subsiguientes, eran de gran regocijo para nosotros. Igual cuando compraban mantequilla o sardinas en lata. Mi madre nos servía la comida a los 3 hermanos varones en un solo plato. Allí se ponía en práctica una frase que es muy popular en Trujillo: “No arrolle, ah rigor”. En esos lances, mis consanguíneos actuaban alevosamente en mi contra: inundaban el plato con picante para quedarse con mi comida. El picor era tremendo, pero el hambre era mayor. Yo iba comiendo y soltando lágrimas, pero llegado a un punto, el dolor era tan intenso que de mi garganta escapaban gritos. Mi madre intervenía, presta, para meter en cintura a los zagaletones. Hay un refrán que dice: “Mas pudo el hambre que el hombre”. Me las ingenié para que, cada vez que esto sucediera, no me encontrara desprevenido. Por ensayo y error, aprendí como neutralizar los efectos de la capsaicina del picante: cada bocado de comida picante lo suavizaba con un trocito de papelón. Creo que con ese método mis papilas gustativas se fortalecieron y el picante se convirtió en mi adicción, hasta tal punto que, quienes debieron tirar la toalla fueron mis hermanos.
En aquella época, debido a la ausencia de centros preescolares, los alumnos iniciaban su primaria directamente en primer grado y para eso debían contar una edad mínima de 7 años. Digo edad mínima porque la máxima no existía. Recuerdo que, en esos pequeños centros poblados, no era extraño encontrar jóvenes de 15 años o más, comenzando la escuela primaria, de hecho, conmigo cursó primer grado, un muchacho que debía tener como 18.
Ante las proximidades de cada periodo lectivo, los maestros visitaban las casas de los alumnos para observar sus condiciones de vida, a fin de determinar si era necesario incluirlos en el programa de comedores escolares. Por tal motivo, un día recibimos la visita de la maestra Mery. Después de responder las preguntas de la encuesta, mi madre pasó a hablarle de mi situación:
—Noel ya cumplió 5 años, aquí en casa aprendió a leer, a escribir, se sabe los números más que yo. Necesitamos que el vaya a la escuela para que aprenda mucho más. Pregúntele algo para que usted vea que no miento.
Para verificar lo que había contado, mi madre me pidió que trajera el libro, Juan Camejo y un cuaderno, me pusieron a leer y a escribir palabras y números. La maestra se mostró sorprendida por mis habilidades, a pesar de tan corta edad y se comprometió a interceder con el director para que, por vía de excepción, me aceptaran en primer grado, a los 6 años. A los pocos días le comunicó a mi madre que su petición había sido aprobada.
Lo que yo no sabía, era que mi nueva condición de escolar traería cambios sustanciales en mi pequeño mundo. Un día observé a mi padre, en el patio de la casa, sentado en una piedra afilando una escardilla nueva. Con toda la parsimonia del mundo iba pasando por el extremo del utensilio, lo que conocíamos como “piedra de amolar”, la cual, en su contacto con el hierro, iba difuminando la pintura, sustituyéndola por un filo refulgente cuyo brillo encandilaba. Me quedé embobado, mirando el utensilio, tal como si hoy estuviera mirando un prototipo de formula 1. Como buen campesino, una de mis aspiraciones era tener una escardilla propia para emular las hazañas labriegas de mi padre. A un lado de mi progenitor, descansaba la vieja escardilla que aparentaba haber culminado su vida útil: “toroca” la llamábamos. Con la curiosidad propia de casi todos los niños, ansiosamente pregunté:
—¿Papá que va hacer con la escardilla mochita?
—Pronto usted comenzará a estudiar, eso significa que ya es un hombrecito, por lo tanto, de ahora en adelante, usted se viene conmigo a trabajar en el conuco y esta toroquita será su arma de trabajo —respondió mi padre. Y así fue a partir de ese día.
Quien no haya labrado la tierra, a pleno sol, con un calor rayando los 40 °C, no ha sentido nada. La vista se nubla y el día pareciera no acabar nunca. Esa ha sido una de las épocas mas duras de mi vida. Recuerdo que nos íbamos a la parcela con las primeras luces del alba para adelantar trabajo antes de que saliera el sol. Llevábamos la comida en una mapira, como le llaman en Trujillo, mapire en el resto del país. Dentro de ella un envase con revoltillo de caraotas con huevo y unas cuantas arepas, una botella de picante y una garrafa plástica con agua. A ese bastimento le llamábamos “avío”.
Después haber trabajado durante toda la mañana, agotado por la persecución a mi padre que era un portento manejando la escardilla, al filo de mediodía, nos sentábamos en el suelo, a la sombra de un árbol de “canalete”. Formábamos un semicírculo con las piernas para depositar allí los platos de comida. Por cierto, ninguno de los platos que he comido a lo largo de mi vida, ha igualado en sabor o me ha proporcionado tanta satisfacción, como aquella humilde comida que degusté sentado debajo del canalete.
Por las noches casi no podía dormir a causa de los dolores de cintura y espalda, producidos por la posición inclinada en que efectuaba mis labores. Todo el tiempo estaba comiéndome los sesos para inventar como zafarme del escozor en la piel producida por el sol que parecía querer achicharrarme hasta los intestinos. Al final Inventé algo que pensé sería la solución: A cada hora, por lo menos, iba a tomar agua. Como la distancia era larga, eso me daba un ligero respiro. Noté que mi padre me observaba con el ceño fruncido hasta que un día explotó, diciendo:
—A partir de mañana no volveremos a traer agua. A ver si así, usted deja de andar pajareando y se dedica a trabajar.
Esa fue una estocada certera para mí, pero, de acuerdo a los valores que recibíamos en nuestra crianza, lo que decían nuestros padres era “Santa Palabra” y nosotros, sus hijos, nunca nos atrevimos a contradecirlos. Por ahora me despido, continuaré relatando mis experiencias en próximas entregas.
Noel Álvarez
@alvareznv