i bien el sacar a Maduro y sus secuaces es una prioridad para que las cosas puedan enrumbarse y mejorar, también lo es efectuar un cambio colectivo sobre un mal en el que hemos ido cayendo durante muchos años.
En efecto, si bien la corrupción, el nepotismo, la trampa y decenas de otras malas mañas existen en casi todos los países, en el nuestro ha adquirido unas dimensiones sin precedentes catalizadas por una asfixia en la economía que ha empujado a la población a actuar, para sobrevivir, en contra de lo que debiera ser un buen ciudadano. Esto inunda trasversalmente a todo el tejido social pues casi imposible ser honesto en un ambiente que lo impide y, además, que promueve lo ilegal. Es como tratar de no mancharnos estando en el medio de una colosal batalla de “paintball”.
Cuantas personas, buena gente, han tenido que pagar una comisión para que les agilicen un documento. Cuantas personas han debido pagarle, en dinero o mercancía, a algún funcionario, en nuestras retrógradas alcabalas, para que los deje seguir, en lugar de simplemente ponerles una multa. Cuantos han tenido que convertirse en comerciantes ilegales para ganarse algún dinero y cuantas veces hemos tenido que comprarles su mercancía a precios de mercado negro forzados por la escasez.
Casi todos los organismos de la función pública han sido contaminados de arriba abajo con corruptelas. Los altos funcionarios se han enriquecido sin control alguno de manera que eso anima a los niveles siguientes a hacer lo mismo. Pocos contratos o compras que se realizan desde la administración pública están exentos de alguna comisión o favores para los funcionarios y quien sabe cuántas obras y trabajos inventados han sido adjudicados a amigotes y testaferros.
De manera que todos, seamos o no funcionarios, estamos inmersos en un ambiente de corruptelas y malas mañas que, acicateados por la ambición de los altos jerarcas y por el desempleo, la inflación y los sueldos miserables de la mayoría, han empujado a toda la sociedad a lo ilícito y, lo peor, por hacerse durante mucho tiempo, a convertirse en lo usual.
La delincuencia también pertenece al mundo de lo ilícito y lo contario al buen ciudadano y en esto también hemos ido creciendo al punto de existir decenas de bandas organizadas que operan en diversos lugares del país.
¿Cómo debe la sociedad solucionar estos problemas? Debería, al menos, hacer tres cosas. La primera se refiere a la administración pública. Colocar funcionarios de alto rango que valoren la honestidad como método personal de actuación, disminuir el número de empleados a la cuarta parte y, a los que queden, aumentarles el sueldo a valores que representen una buena calidad de vida. Todos los proyectos y concursos se harán en abierta competencia y sus resultados serán conocidos por cualquiera. Nuestro estilo de administración pública y privada viene desde la Colonia y supone que hay que pedir montones de papeles y hacer controles de todo tipo para evitar las trampas imaginando que todos los ciudadanos son pícaros potenciales. Esto genera miles de trámites innecesarios. Hay que cambiar esto diametralmente bajo la premisa de que todos somos honestos y los pocos que no serán severamente castigados. De esta manera el objetivo de la administración debe ser simplificar todo tipo de trámite al máximo posible.
En segundo lugar, se debe recuperar la confianza en los organismos de control. El policía, el militar, el detective, el fiscal, el juez etc. deben ser vistos como amigo del ciudadano. Para esto deben ser muy bien seleccionados, muy bien pagados y muy bien capacitados. Su prestigio y honestidad deben estar fuera de toda duda y su actuación sobre los malos manejos de recursos será impecable e implacable y, en tercer lugar, desarrollar un programa educativo que realce la honestidad como forma de vida. Todos los días todos los medios de comunicación, los institutos educativos, los organismos e instituciones deben ser expuestos a una lluvia permanente de información sobre lo que se debe hacer y que no, lo que se debe aceptar y que no, para garantizar la pulcritud en todas las actividades. Paulatinamente los ciudadanos se convertirán, con su conducta, en promotores de lo honesto y en observadores activos y denunciantes de lo que no lo es.
Llegar a ser un país de honestidad real no es una utopía es solo asunto de proponérselo y tener la paciencia y constancia para realizar un proyecto indispensable. Un país de conducta honesta atrae a todo el mundo sin esfuerzo y sobre todo brinda una forma de vida de enorme calidad a las personas, pues la confianza mutua florece formando un sólido bloque que resuelve todo.
No es un sueño, es el único camino real.
Eugenio Montoro