“Estos son enclaves habitados por los estratos sociales más acomodados, los cuales, huyendo de la hostilidad citadina, se recluyen en un microcosmos fortificado”
Proteger a la propia comunidad a través de muros era una práctica común en la Edad Media europea. Incontables ciudades y pueblos adoptaron esta medida para separarse de lo que consideraban el exterior y sus amenazas. No solo estaban mejor preparados a la hora de un ataque: también se controlaba la entrada de extraños e indeseados. El muro era una expresión clara y efectiva de los límites físicos y simbólicos de la comunidad.
Con el tiempo, los muros de este tipo se hicieron obsoletos: las ventajas que el crecimiento orgánico de las ciudades traía consigo se hicieron claras, y la práctica fue abandonada.
Sin embargo, desde finales del siglo XIX se ha institucionalizado un fenómeno similar en las urbes de América: las “comunidades enrejadas” (“gated communities”). Estos son enclaves habitados por los estratos sociales más acomodados, quienes, huyendo de la hostilidad citadina, se recluyen en un microcosmos fortificado. Se cree que la primera de estas ciudadelas se construyó en la ciudad de Nueva York, y desde entonces el formato se esparció por el continente. Son lugares exclusivos, con estrictos controles en el acceso, y que actualmente suelen contar con tecnologías de seguridad como rejas eléctricas, cámaras, alarmas y demás.
En América Latina su popularidad es evidente. En ciudades como Caracas, Río de Janeiro, Buenos Aires o Bogotá estas urbanizaciones cerradas contrastan con las barriadas. Las inmensas diferencias socioeconómicas crean muros mentales excluyentes que se materializan en estas fortificaciones modernas.
El miedo a la criminalidad, el deseo de vivir rodeado de quienes tengan un trasfondo socioeconómico similar, la consecuente segregación del “Otro” y la búsqueda de estatus son algunas de las motivaciones más evidentes de quienes viven en estas comunidades. Se busca mantener la homogeneidad social y con ello preservar una sensación de seguridad física y entereza cultural. Con ello se vive de acuerdo a una identidad social que se inculca desde la infancia y que conjuga elementos de clase y raza para definir el grupo al que se pertenece.
Tomando en cuenta la típica estructura social latinoamericana en la urbe y sus divisiones estratificantes, las “comunidades enrejadas” son un fenómeno que no sorprende a nadie. En un territorio en el que históricamente se ha marginalizado a sectores inmensos de la población, la edificación de paredes y rejas alrededor de los más privilegiados es solamente una expresión más del mismo patrón. Es la versión moderna del castillo: una residencia habitada por una élite históricamente privilegiada que solo puede legitimar su privilegio a través de la tradición. Cualquier intento de justificar cómo el capital económico, social y cultural se ha acumulado en un porcentaje tan pequeño de la población vuelve, de una u otra manera, a argumentos tradicionalistas. Los mecanismos de exclusión oficiales durante la colonia mutaron a mecanismos extraoficiales, tácitos y reproducibles a través de la economía de libre mercado.
Qué mejor ejemplo de esto que la “comunidad enrejada”: en donde antes la Corona otorgaba el privilegio de la propiedad, ahora la privatización de la misma se lo otorga al capital.
Ernesto Andrés Fuenmayor