En muchas casas cubanas todavía queda alguna Matrioska de madera, un frasco vacío del perfume Moscú Rojo o un ejemplar de la revista Sputnik. La presencia soviética fue tan intensa en nuestra isla que, para los niños que crecimos entre los años 70 y 80, la URSS era como una madrastra poderosa y severa. Hoy, vemos llegar nuevamente a los enviados del Kremlin y, aunque parecen distintos con sus trajes y corbatas, sabemos que buscan lo mismo: utilizar a nuestro país como una ficha geoestratégica en un ajedrez que nos queda grande, muy grande.
El mismo día que comenzaba en Japón la cumbre del Grupo de los 7, el gobernante Miguel Díaz-Canel ratificaba al viceprimer ministro ruso, Dmitri Chernishenko, «el apoyo incondicional de Cuba a la Federación de Rusia en su enfrentamiento a Occidente». En Hiroshima las reuniones giraban en torno a cómo aplicar con mayor severidad las sanciones para arrinconar a Vladimir Putin por su invasión a Ucrania, pero en La Habana se extendía la alfombra roja para el estrecho círculo de poder del ex agente de la KGB. No fue casualidad.
Cada vez más aislado en el plano internacional, y con una guerra en la que no ha obtenido la fulminante victoria que esperaba, el régimen ruso está muy necesitado de alianzas. Le urgen no solo en el plano diplomático, para aparentar que mantiene socios leales en algunos puntos del planeta, sino también para que sus amigos le ayuden a evadir sanciones. Hasta el comienzo de la invasión, Putin había dado varias muestras de desinterés hacia la isla, incluso se cancelaron varios proyectos en conjunto debido al ineficiente actuar de la parte cubana. Pero la campaña bélica lo cambió todo.
La Habana se alineó rápidamente al discurso de Moscú y comenzó a llamar la entrada de tropas en territorio ucraniano como una «operación militar especial». Evitó condenar en Naciones Unidas la actuación rusa y culpó a Kiev por el inicio del conflicto. Empezaron a llover entonces los anuncios de nuevas firmas de acuerdos, de créditos otorgados por el Kremlin y de visitas de funcionarios a un lado y al otro del Atlántico. En la medida en que aparecían más fotos con burócratas de ambos países rubricando contratos y memorandos de entendimiento, creció la preocupación entre los cubanos.
La desazón que nos embarga ahora llega por varios motivos. Conocemos la intensidad de la presencia que pueden llegar a tener los rusos en nuestro país, su infinita disposición y capacidad para entrometerse en ministerios, oficinas y cuarteles. Sabemos que el régimen de Díaz-Canel está quebrado, y que, para salvar lo que queda del castrismo, es capaz de rematar la isla pedazo a pedazo. Intuimos que un cheque abultado de Moscú le permitiría al impopular ingeniero seguir en los timones de la nación y reforzar la represión. También entendemos que solo le interesamos a Putin porque estamos a 90 millas de Estados Unidos, su archienemigo, y ubicados en América Latina, una región en la que quiere tener una importante zona de influencia.
Además, sospechamos que con esos enviados de cuello y corbata, que llegan hasta La Habana por estos días, no nos vendrá un cambio democrático, ni más libertades, mucho menos mayor respeto a los derechos humanos. Apunta a todo lo contrario. Cuando el viernes pasado Chernishenko adelantó la realización de «una hoja de ruta» para acelerar el acercamiento entre ambos países, «que tal vez podría necesitar algunos cambios en la legislación de Cuba», no está pensando en decretar más espacios para la disidencia ni un marco de respeto para los medios de prensa independientes. Se trata, más bien, de allanar el camino para que los rusos controlen porciones de la economía nacional y campeen a sus anchas también en otras esferas.
Nos traerán, eso sí, sus métodos. La habilidad para que oscuros agentes de la policía política amasen un imperio, para que los pejes gordos del Partido se hagan con las industrias más apetitosas y para que el dinero de las liquidaciones de propiedades públicas termine, mayoritariamente, en camaradas ideológicos que cambiarán su uniforme militar por la elegante indumentaria de los oligarcas.
Con información de DW – US LATM